Lo ví muriéndose joven, como hinchado de una prematura vejez. Una notoria y previsible delgadez arrastrando sobre sí las pelusas de los rincones.
Miré hacia el escritorio.
Entonces agarré las tijeras y lo maté. Lo maté: un golpe certero, sin escándalos.
No hubo gritos, tampoco sangró mucho, solo un plap como de raqueta de tenis y nada, el cuerpo del delito con toda su acusación de alga, de goma derretida, de cera derramada. Oculté sus despojos en el bajo mesada, junto al resto de mis cadáveres y puse la pava. Fue un acto misericordioso. Cinco minutos y con el primer sorbo ya habré olvidado todo.
Hoy mi hija notó su ausencia. Entonces le sañalé los cielos abiertos y le dije: por ahí se ha ido, por el viento volado, cruzará el océano y al calor de los soles europeos cambiará de color.
No recuerdo si era azul o rojo o violeta. Sé que lo maté, maté a ese globo, y estuvo bien. Fue un acto misericordioso, casi una eutanasia.
GENIAL
ResponderEliminarfantástico
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